jueves, agosto 26, 2004

 

Semana 3

Holas:

He recibido por aquí algunos comentarios sobre lo aburrido que puede ser una semana de noviciado organizada tal como te la describí la semana pasada. Lo cierto es que, aunque al inicio me llevé la misma impresión, de inmediato he visto que está más bien ajetreada. Todos los días salimos de casa y andamos del tingo al tango. Eso puede ser bueno para evitarme el tedio, pero puede distraerme de la etapa que quiero vivir. Además, esta semana me llevé una sorpresa más al respecto, porque hubo una reunión sucesiva, en la cual me asignaron un trabajito más: seré el cronista de la comunidad. Es decir, me toca narrar y redactar los acontecimientos del Noviciado y consignarlos por escrito en una libreta dedicada a esto. Me resulta curioso, sobre todo porque, de alguna manera, ya lo he ido haciendo en estos mensajitos que he ido escribiendo. ¿Coincidencia o providencia?

Como ya te lo había anticipado, esta semana tuve una distracción inexcusable: el engorroso trámite de la cédula de identidad. Desde que Francisco, el hermano que viene conmigo desde México, y yo obtuvimos la visa, sabíamos que teníamos que presentarnos a las autoridades locales. Así que, el lunes, con base en una lista que pudo conseguir uno de los Padres, preparamos con apuros los documentos y las fotos que necesitaríamos para el trámite. El martes Jaime, quien es el hermano catalán, Paco y yo madrugamos para presentarnos en las oficinas del Departamento de Acciones de Seguridad, mejor conocido y temido por sus siglas como “el DAS”. Al llegar nos enteramos que era bueno ser los primeros porque sólo atendían hasta un máximo de seis extranjeros al día. Mientras hacíamos cola a media calle pudimos observar un espectáculo en otros países digno sólo de grandes acontecimientos, a la letra, miles de ciudadanos colombianos estaban formados intentando ser atendidos por unos cuantos funcionarios quienes, al verles y oírles, reaccionaban agresivos y enojados. En esta República está mandado que todo ciudadano cuente con una cédula de identidad en la que consten sus datos personales —nombre, dirección, fecha de nacimiento y ¡hasta tipo de sangre!— y a la que se le asigna un número específico. Este número tiene que anotarse siempre que uno firme cualquier documento. De esta forma, por un número, un policía que te detenga por las calles, puede tener acceso a todo sobre el infortunado detenido: puede revisar si estás fichado, si has sido buscado para algún juicio, si estás siendo investigado por narco, guerrillero o paramilitar (de allí que haya tantos retenes, como te comentaba la semana pasada); en un trabajo alguien puede saber si tienes antecedentes penales, etcétera. El caso es que tantas funciones para un mismo documento hace que todo mundo tenga que presentarse al DAS al menos una vez en su vida, al cumplir la mayoría de edad. Pero también si la cédula se llega a extraviar, si es robada, destruida, maltratada, mutilada. Esas filas enormes que vimos eran para gente que iba a realizar alguna gestión al respecto, pero en una oficina que no fue diseñada —eso pienso— para tal función. La gente llenaba las oficinas y hacía varias filas, las cuales todas le daban vueltas a la manzana. Con buena suerte fuimos los primeros extranjeros en llegar, por lo cual nos tocó inaugurar una fila más. Hasta las ocho de la mañana nos avisaron que ya podíamos pasar. Al interior del DAS buscamos la oficina de Extranjería y al llegar a la ventanilla un señor nos avisó que tuvimos la suerte de que el encargado había ido a tomar un curso y ese día no habría servicio. Lo tomamos tranquilos y salimos de regreso a la Parroquia. Fue la primera vez que abordé un taxi en Cali. De regreso comentábamos con burla lo que nos había pasado y llegamos hasta decir que, a este paso, acabaríamos despidiéndonos de los guardias, el señor de la ventanilla y, porqué no, la portera.

Como sólo atienden seis extranjeros al día, según nos dijeron en la fila el día anterior, para el miércoles decidimos que no iríamos sólo tres de nosotros, sino mejor de una vez los cinco que somos extranjeros. Con flojera volvimos a madrugar y a realizar la misma rutina. Esta vez nos acercamos a una de los encargados de las filas quien nos trató como a colombianos. Nos prohibió el acceso hasta que él mismo nos lo indicara. Así que, basados en la ubicación que tuvimos el día anterior intentamos el acceso por otra de las calles, y tuvimos éxito. Al menos eso pensábamos. Otra vez fuimos los primeros de la fila. Esta ocasión a las siete y media de la mañana, media hora antes que el día anterior nos avisaron que ya podíamos pasar. Nos acercamos y tras pasar la garita de ingreso nos dirigimos a la misma ventanilla del día anterior. Allí nos encontramos con que cuatro personas se adelantaron y nos quedaríamos sin entrar dos de nosotros cinco. Decidimos que los que teníamos más tiempo en el país entraríamos primero: Jaime, Paco y yo, es decir, los mismos tres del día martes. Nos acomodaron en un pasillo y nos ofrecieron unas sillas de plástico como lugar donde sentarnos en una improvisada sala de espera. Esta ocasión conocimos al funcionario, supongo que es perito, encargado de atendernos. Como bienvenida nos dijo que no había sistema. Decidimos esperar, aunque sin saber si llegaría o no.

Al cabo de una hora llegó. Comenzaron a atendernos. Como es costumbre en estos casos, para matar el tiempo o sacar la frustración, comenzaron las pláticas con los vecinos de asiento. De entre todas las nacionalidades, toco la casualidad de que estábamos junto a otro catalán y una mexicana. Jaime hablaba catalán con su paisano mientras Paco y yo hablábamos de lo diferente que es la comida mexicana con nuestra paisana. El cuadro se completaba con los lloriqueos de un mocoso berrinchudo a quien no aguantaba ni la madre que lo parió; las extravagancias de una salvadoreña, y la imagen tierna de una familia europea con un niño en brazos, el cual estaba mucho más tranquilo que el niño llorón de la otra familia. A mí me llamó la atención la plática de los catalanes. Conforme avanzó el tiempo nos dimos cuenta que el catalán estaba un poco safado de su cabeza, al parecer había estado en varios países negociando con no sé que máquinas y, de ordinario, portaba pistola, pues también renovaría su permiso. El colmo fue cuando nos mencionó que en México los policías eran más severos que los de acá. Allí terminó de caerme mal. Al mismo tiempo Paco y la mexicana se habían quedado platicando y la señora le contó que su esposo había sido colombiano, pero que era viuda después de que lo mataron en un secuestro, que ella misma ya había sido secuestrada tres veces y que sólo esperaba vender su casa para poder regresarse a Uruapan, su pueblo natal. Al dejar de platicar con el catalán, aproveché para informarme si acá podría conseguir algún producto de comida mexicana. La respuesta fue negativa. Como a las nueve se fue la luz y, por lo tanto, se fue otra vez el sistema. Decidimos esperar, de nueva cuenta, sin saber qué pasaría. Todos tensos, desesperados, acalorados y aburridos seguíamos con pláticas triviales. Algún guardia hacía su rondín con una recortada en la mano y con el dedo en el gatillo, mientras yo le pedía a Dios que no le diera una contractura muscular al tipo porque si no allí nos mataba a todos. En fin, cuando llegó la luz no regresó el sistema, y para agilizar el trámite recibieron los documentos de las personas que estaban allí sólo para renovar su cédula. Todos nos preguntamos porqué, si podían hacer eso sin sistema, se habían esperado tanto. Los que realizaríamos la gestión por primera vez pedimos que nos dieran ficha para confirmar que entraríamos al día siguiente. A la salida nos despedimos de todos, hasta de los guardias, el señor de la ventanilla y, porqué no, la portera.

Todas estas experiencias juntas en un mismo día nos hicieron reír mucho. A mí me parecían como el libreto de una serie cómica o una escena de una película gringa. Con buena suerte el día jueves pasamos por fin el trámite, y luego de dejar las huellas digitales de todos los dedos de las manos y de que nos tomaran nuestra media filiación, nos dieron como contra recibo ¡una anotación en nuestro pasaporte! Esto cierra el cuadro de lo más trágico de un país tercermundista: un gobierno burocratizado en exceso y que se sostiene por sobre la gente.

Cambiando de tema, el viernes 27 con el pretexto de buscar unas hojas para un letrero, pude por fin ir a un centro comercial. Era un supermercado de la cadena La 14. En general, noté que venden todo lo que en otros sitios, excepto que no vi, por ningún lado tortillas. Pero sí se encuentran chiles frescos, aunque son sólo de una clase (desconocida para mí, ja).

Este domingo fue además el cumpleaños de Roberto, el hermano que viene de Estados Unidos, así que tuvimos un buen pretexto para organizar un paseito. Fuimos a un Cristo Rey que está en la cumbre de una montaña andina que domina Cali, luego te platicaré un poco más sobre el mismo.

Espero que estés bien y pueda recibir noticias tuyas pronto.

Busca primero el reinado de Dios.
Charly

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